La acuicultura fue concebida para salvar los océanos de la sobrepesca —y, en muchos aspectos, lo logra. En Europa, se celebra como una solución sostenible, capaz de alimentar a millones de personas mientras protege la vida marina. Pero en Senegal, ese mismo sistema revela una contradicción inquietante: la gente carece de pescado porque su pescado sirve para alimentar al nuestro.

La cría de peces es hoy el sector de producción alimentaria de más rápido crecimiento en el mundo, generando más de 160 mil millones de euros al año. La mitad del pescado consumido en el planeta proviene ya de la acuicultura. Los ecologistas la presentan como un modelo de equilibrio: sin especies en peligro, sin sobrepesca, sin capturas accidentales. Regulada y trazable, la acuicultura parece más limpia, más verde, más humana.

Pero bajo la superficie se esconde una realidad silenciosa: la del agotamiento. Los peces de criadero deben ser alimentados —y su alimento se fabrica a partir de otros peces. Casi una cuarta parte de todos los peces capturados en el mundo termina convertida en harina de pescado, un polvo producido al secar y triturar peces. Cuatro kilos de pescado comestible se transforman en un kilo de alimento. Para criar un solo salmón, se muelen y secan hasta quince kilos de peces salvajes. El resultado es una ironía ecológica: las piscifactorías consumen más pescado del que producen.

A lo largo de la costa de África Occidental, este desequilibrio es especialmente visible. Los arrastreros europeos capturan pequeños peces pelágicos —antes base de la dieta local— y los transforman en harina destinada a las granjas de salmón en Noruega y otros países. El círculo se cierra cuando esos mismos salmones reaparecen en los estantes de los supermercados europeos, etiquetados como “sostenibles”, “respetuosos con los océanos”, “de origen responsable”.

En Senegal, la pesca no es una industria —es una forma de vida. El setenta por ciento de las proteínas consumidas por la población proviene del mar. Sin embargo, la proliferación de fábricas de harina de pescado a lo largo de la costa —ocho en apenas tres años— ha empezado a privar de alimento a las comunidades que durante generaciones vivieron en armonía con el océano. Muchos pescadores, incapaces de sobrevivir de otro modo, trabajan ahora para esas mismas fábricas que desmantelan su mundo.

Esta serie fotográfica explora esa paradoja: la erosión silenciosa de un equilibrio ancestral entre el ser humano y el mar, en nombre de la sostenibilidad global. Entre la promesa del progreso y la desaparición de un modo de vida, las imágenes trazan el costo humano oculto tras la etiqueta de la “economía azul”.

 
 

FISHMEAL

2023